Una sola vez, hubo un hombre inmensamente rico. Sus ropas eran totalmente de joyas, enlazadas en un haz de los más finos linos de sus tierras. Su caminar era todo seguridad, paseando por sus hermosos jardines, que, a extraordinaria diferencia de otros hombres de dinero, cuidaba él mismo...Su mansión no acababa al mirar el horizonte, cuando se daba uno vueltas y vueltas en nosotros mismos, ejes de nuestro andar. Tenía caballos y camellos, liebres, gallineros repletos, gansos, vacas y ardillas, además de palomares y gorriones pecho rojo. Nunca se pavoneaba de tener cosas ante los demás, sabía que el sólo mencionar su nombre bastaba para inspirar respeto. Su nombre. Su sello. El que le dijeran señor era sólo costumbre, no cortesía. Pero nunca lo cansaba la vista de sus bienes materiales, porque además, era inmensamente rico en su interior.
Inmensamente pletórico de bienes era este hombre. Daba las gracias por nacer, por respirar, por ver, por tocar suavemente el agua de las charcas. Daba todo de sí, y a cambio, recibía el quíntuplo, diez veces, cien veces más de lo que salía de sus manos de hombre rico.
Un solo día de un año cualquiera, este hombre poseedor caminaba por los pueblos cercanos a su hacienda, dando pasos cansinos, porque a pesar de tenerlo todo, a su haber, sabía que el tiempo no pertenecía a nadie y la vejez lo consumía silenciosamente. Caminaba y caminaba, quizá de ida, o talvez de regreso... miraba con tranquilidad todo a su alrededor. El cielo era diáfano, adornado con pinceladas juguetonas de nubes... atardecía, mientras su paso aceleraba por la cercanía de la noche y sus fríos, sus dolores, sus tragedias, quizá invenciones del juglar, pero bien atendidas por gentes tan adineradas como él... como dije, quizá volviera, quizá iba a alguna parte, lo cierto era que paseaba sin mayores preocupaciones por las tierras pedregosas, aspirando el aroma a movimiento que exhalaban los pueblos, las lejanas travesías, los mercados, los templos, el desierto y el finísimo canal que sustentaba con agua la vida de los reinos.
Iba en su trayecto, cuando una mancha informe atrapó su vista; la vio de pronto, si no hubiese reparado en el suelo en que transitaba, no la hubiera visto... se acercó curioso, mientras un vaho pestilente se hacía familiar a sus entornos. Cuando por fin lo tuvo a sus pies, se horrorizó: una liebre, en su corrida diaria, no pudo escapar al infortunado choque con una carreta de diligencias, y había sido aplastada sin misericordia... El hombre debió, mientras, hacerse a un lado, porque un carruaje de otro hombre rico pasó velozmente por encima del animal, aplastándolo aún más... los restos quedaron completamente sucios e inútiles, pensaba, y se disponía, por un a llamada interior de respeto que no lograba explicarse, a tomar con la punta de los dedos el trozo de liebre para lanzarla lejos, cuando una sombra en las cercanías le detuvo. “No se os ocurra tirarla”, le imploró desde su sitio, y el hombre rico miró y miró hasta que dio con un hombre desaliñado, sucio, el más pobre de los pobres que hubiera visto en su vida. “Pero, mírala, hombre, y date cuenta que está destrozada e inservible”. “No señor, dijo el pobrecillo, ésta es una liebre, parece un conejo, muy grande además, pero no es un conejo...”. “Y entonces, ¿Para qué la quieres?”, le cuestiona el señor... “No lo ve, ¿Verdad?... Es mi cena.” Y acto seguido, cogió al animal por una pata que todavía tenía su forma, se la llevó al hombro y se fue, despareciendo por los pastizales que orillaban el camino... El hombre rico quedó completamente sorprendido, y apuró el paso de regreso.
Cuando por fin llegó a su mansión, se sentó en su riquísimo sillón bordado, con la mente en nubarrones turbios y pensamientos que se agolpaban...
“Un conejo, pero que no lo es”
“Pero... ¡Qué tonto y qué pobre he sido en un instante!” se dijo, “La única riqueza de este hombre era un despojo del camino... y lo era todo para él.” Y su mirada se detuvo por un instante millonésimo en la vaguedad de sus bienes, en el peso de su ropa y en lo efímero de su importancia...
¿Cuál es la perspectiva de las cosas que realmente vale? ¿Qué mirada es la verdad? ¿Cuáles ojos están tan limpios, que todo haz de luz se muestre desnudo de interpretaciones?
Así se cumple el fin de toda filosofía: el total de las respuestas equivale a la única respuesta. La riqueza de uno realza la pobreza del otro. La mirada de uno se contrasta a la verdad de la mirada ajena, pero siguen siendo respuestas a las preguntas...
P.D.: Tu ejemplo, lo modifiqué un tanto, pero creo que parte de su esencia no se ha perdido. Para el resto que lea esto, quiero hacer saber que no es una invención totalmente mía, sino el fruto de la impresión de otras sabidurías humanas... Sabiduría que agradezco tener el placer de haber conocido.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario